GISXXI |
Posted: 08 Sep 2013 03:45 AM PDT
En un momento de sus conversaciones con Ignacio Ramonet, plasmadas en el imprescindible libro Mi primera vida,
Hugo Chávez denuncia que las élites tradicionales “santificaron a
Bolívar” para “despolitizarlo”. En una notable paradoja histórica, el
‘mito Chávez’ enfrenta hoy una postura similar. La elevación de
la figura del Comandante por encima de la disputa política, ya sea por
la hipócrita condescendencia a posteriori o por una sincera
nostalgia militante, puede contribuir a convertirlo en un ‘transversal
ideológico’: un referente central en la cultura política venezolana, que
ya no suscita choques y que es un consenso conjugado en pasado pero de
poco impacto político en el presente. Tras su fallecimiento, la figura
de Chávez es tan sólo abiertamente rechazado por la minoría que aún
sueña con volver, pacíficamente o no, al país anterior a la irrupción de
masas en el Estado. Cuando estos sectores acusan a la Revolución
Bolivariana de polarización la están acusando de politizar la pobreza y
la exclusión, esto es: volverlas un asunto público, discutible y
solucionable, en lugar de un dolor sordo y privado.
Desde Maquiavelo sabemos que la
política, toda política, es una tensión variable entre consenso y
conflicto. En la política revolucionaria dos riesgos paralelos son la
marginalidad, con tanto contenido de cambio como nula capacidad de
seducción, como la absoluta integración en el orden existente,
convirtiéndose en un referente tan amplio como tendencialmente vacío,
incapaz de producir transformaciones. Un 4 de febrero 1992, Chávez
irrumpió en la vida de los venezolanos siendo conflictividad pura,
impugnación frontal y pública del orden existente. Un parteaguas en una
lenta descomposición moral, política y social del régimen de la IV
República y sus sectores dirigentes. Ese gesto se convirtió en un
símbolo en torno al cual se fueron vinculando demandas insatisfechas de
diferentes sectores sociales, que con Chávez como catalizador fueron
pasando de fragmentos a componentes de un pueblo en gestación.
Catorce años de Revolución Bolivariana fueron decantando ese nombre
propio como una forma para llamar en conjunto a los más desfavorecidos.
Su condición de frontera radical en el escenario político venezolano
permitió a Chávez ser un nombre y una superficie de inscripción para un
conjunto heterogéneo de posiciones sociales y aspiraciones, no
reductibles a ninguno de los marcos ideológicos existentes previamente.
Ese campo popular está cohesionado por fechas y símbolos, emociones,
descripciones compartidas de la realidad, valores y un horizonte común
de país, que permiten hablar de una identidad política que, como venimos
sosteniendo, no sólo es mayoritaria sino también relativamente
hegemónica: el Chavismo.
El éxito discursivo fundamental del Chavismo fue impugnar las
diferencias entre los partidos tradicionales y erigir una nueva frontera
que ordenó las lealtades de la sociedad venezolana, convirtiendo a la
minoría privilegiada en minoría política y a las mayorías desposeídas en
un proyecto de construcción de ‘pueblo’ que reclamaba la representación
del conjunto de la comunidad. Chávez asumió, con gran desgaste vital,
encarnar esa frontera, ser el eje principal sobre el que pivotasen las
afinidades y diferencias en el país, conformando una voluntad
nacional-popular con orientación socialista. Tras su fallecimiento, sus
adversarios, que fueron incapaces de superar esa ordenación que los
relegaba a una posición subalterna, aspiran a borrar esa frontera
convirtiendo a Chávez en un bello recuerdo histórico y al Chavismo en el
acto no político de añorar a una persona, sin implicación alguna en las
lealtades políticas actuales; cortocircuitar la conexión entre la
identificación afectiva con Chávez y la adhesión al proyecto de país que
defendía. Es clave la gestión discursiva de esa frontera en la
actualidad: el Chavismo es tendencialmente para (casi) todos pero no es
cualquier cosa ni en él cabe cualquier contenido. Resulta fundamental
construir con cuidado su ‘afuera’ y manejar con flexibilidad el juego
inclusión-exclusión, seduciendo en lo inmediato al mismo tiempo que
desplegando pedagogía política que labre las posiciones del futuro.
La maniobra de despolitizar a
Chávez y dispersar el Chavismo, de una oposición deseosa de dejar de ser
‘antichavista’, cuenta a su favor con el paso del tiempo y la extrema
juventud de la pirámide demográfica venezolana. En frente debiera tener
el proceso de articulación de una cultura y una narrativa del Chavismo
que siga emocionando en futuro y no sólo en pasado, que siga produciendo
un horizonte común de país, que recupere la conducción intelectual y
moral para los revolucionarios. La eficacia en la Nueva Gestión Pública
Socialista y la construcción institucional son condiciones sine qua non
para fortificar las posiciones avanzadas en una década y media de
transición estatal. Pero estos éxitos no aseguran necesariamente la
adhesión mayoritaria de la sociedad, que no puede confundirse con la
conquista puntual de victorias electorales.
Para ello hay al menos tres
tareas de gran envergadura: La formación de la siguiente ola de
intelectuales –gestores; la fragua de una nueva épica que nutra a las
generaciones que no han vivido los hitos históricos que estructuran y
cohesionan el relato chavista ni tampoco el pasado oneroso frente al
cual la revolución es ‘lo nuevo’; y el trabajo en el estudio, la
discusión, sistematización y desarrollo del Chavismo, no como un viejo y
querido álbum de fotos, ni tampoco como un conjunto de dogmas
–recordemos al Marx de “yo nunca sería marxista”-, sino como los lazos y
elementos que han articulado un sujeto político que desafió el ‘fin de
la historia’ y, a contrapelo de la evolución internacional, rescató la
política como el arte de tomar las riendas del destino común por parte
de los que no se tienen más que a sí mismos.
Venezuela lleva una década y
media inmersa en un proceso de sentido socialista en condiciones de
plena libertad y expandiendo la soberanía popular. Su evolución le ha
llevado a experiencias y avances históricamente inéditos, pero uno de
los precios que paga por su audacia es el de enfrentarse a retos y
contradicciones para los que no hay apenas referentes históricos y muy
pocas pistas teóricas. Pero sí la certeza de que la política y la
disputa nunca se terminan, que siempre habrá que seducir y construir, en
la tensión creadora que advierte Boaventura de Sousa Santos:
“Socialismo es democracia sin fin”.
Íñigo Errejón
Doctor en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense de Madrid
Director de la línea de investigación de Identidades Políticas de la Fundación GIS XXI
@GISXXI
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